Un poco mayor y un poco pequeño

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Hoy la cabeza me da vueltas sobre vueltas (otra vez).

Resulta que mi cachorro de “Lechón”, coge y me dice: “mira que grandes tengo las patas, lo ves, me llegan hasta el suelo”, y a continuación me suelta un “mírame, estoy creciendo”, como si pudiese ver sus células reproducirse a toda velocidad y en tiempo real. “Soy un niño muy mayor” es su coletilla preferida que repite y repite en las últimas semanas… ¡pero qué está pasando! Se preguntan mis neuronas preguntonas.

Hay frases míticas en la práctica de “la crianza de pollos”. Frases de esas que tanta gracia nos hacen y que tienen su propia categoría gramática. Expresiones que llamamos “frases de madre” al estilo… “Si tu amigo se tira de un puente tú te tiras?, “A qué voy yo y lo encuentro”, etc… Frases que decía tu madre (o tu padre) y tú juraste que nunca usarías.

En este repertorio “básico clásico” de primero de padre nunca puede faltar el mítico “cuando seas mayor”, “eso es para mayores” y otras tantas que usamos en esa misma categoría de “SER MAYOR”.

Y yo me pregunto… ¿Qué estamos transmitiendo al usar estas frases?

Pienso que quizá la pretensión sea ayudarnos a establecer límites; “esto no que es DE MAYORES”, o para generar buenas expectativas y facilitar la adaptación al cambio; “vas a ir al cole DE MAYORES”, o tal vez para fomentar la autonomía; “Los MAYORES se ponen los zapatos solos”, o para reforzar aprendizajes; “lo has conseguido YA ERES MAYOR” …

¿Qué pasa? ¿Que aquí lo “guay” es ser mayor? ¿Qué hay que crecer a toda velocidad hacia los supuestos privilegios de la vida adulta?

Siempre me hizo mucha gracia aquello de contar los “medios años”, “tengo tres años y medio”, (ojo, que ya no soy aquél pringao de tres, tengo tres Y MEDIO).

¿Conocéis a algún niño que no quiera crecer y ser más mayor? ¿Algún adolescente que no quiera alcanzar la frontera dorada de los 18?

¿En qué punto empezamos a tener nostalgia del pasado?, ¿a desear volver atrás en el tiempo a “aquellas mañanas en la facultad”, a aquel verano, a aquel viaje, a aquellas primeras veces… ¿Será éste el primer síntoma de la adultez? ¿Significa que en este punto hemos traspasado la delgada línea roja? ¿Alcanzado la meta quizá?

¿Qué hay debajo de ese mensaje aplastantemente cultural que impulsa a los niños y niñas a querer creer a toda velocidad? ¿Será en parte que esas frases que usamos trasladan el mensaje implícito de que la infancia es simplemente el camino hacia la vida adulta? ¿Son acaso los niños proyectos de adulto, adultos incompletos quizá?

Hace poco leía un buen artículo de uno de mis profes de la facultad sobre los hombres que ejercen violencia. La conclusión, muy bien armada, venía a definir a estos hombres como inmaduros. Hablaba de “características infantiles” como el egoísmo, la falta de empatía, la dificultad para aplazar las recompensas, la necesidad nuclear e insaciable de sentirse amado, las dificultades para leer-interpretar-regular las propias emociones… y pese a que me pareció un esfuerzo titánico y minucioso de revisión bibliográfica, al mismo tiempo no podía evitar conectarme con las frases que me dice últimamente mi cachorro, y nuestros debates infinitos sobre si ser mayor mola o es un rollo… (pobre mío). Me pareció que debajo del artículo dormía agazapada una concepción incompleta de la infancia. Una visión que dejaba de lado características propias como la inocencia, la simpleza operativa en la forma de entender el mundo, la capacidad para entrar y salir de una emoción, la risa explosiva y sincera que vamos perdiendo con los años, la capacidad para relacionarnos y hacer amigos en el parque, “de toda la vida”, pero con una caducidad de media hora, la habilidad para diferenciar lo esencial de lo accesorio, la visión práctica de los problemas, la ilusión sin medida, los ojos de descubrir por primera vez, la capacidad para creer ciegamente en la magia…. Y un largo etcétera que los adultos envidiamos cuando suena el despertador a las seis de la mañana…

El tema es que, pese a que “el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos”, las canas y las arrugas no son capaces de comerse por completo al niño interior que hay en todo adulto. Es difícil dejar que los cuentos de hadas desaparezcan por completo; a casi todo el mundo le queda la porción de esperanza de que un día abrirá los ojos y verá que aquello que desea se ha hecho realidad como por arte de magia…

Y pensando y tejiendo me venía a la mente una escena de la obra de J. M. Barrie en la que describe como Wendy le dice a Peter que ella no cree en las hadas, y este se apresura a cortarla tajantemente diciéndole que cada vez que alguien pronuncia esa frase un hada muere en el País de Nunca Jamás. De hecho, en otra de las escenas del texto original, en la que Campanilla está a punto de morir, los actores piden al público que grite “yo creo en las hadas”, para mantenerla con vida.

Y es que los niños de carne y hueso, al igual que ocurre con las hadas de cuento, dependen de que otros crean en ellos para sobrevivir. Pero creer en positivo, desde el buen trato, desde la mirada apreciativa que resalta todas esas cosas hermosas que se nos van cayendo por el camino que lleva a la vida adulta.

¿Será que hay un conflicto entre el adulto que somos y nuestro niño interior? En las diferentes culturas, épocas y países, siempre han existido lo que llamamos “Rituales de paso la vida adulta” en los cuales los niños abandonan simbólicamente la etapa infantil para integrarse en la comunidad de adultos. Parece como si ambas cosas fueran opuestas e incompatibles y hubiese que “matar al niño” para convertirse en adulto.

Yo soy de los que piensa que “nada se pierde y todo se transforma” y que “no hay distinción entre besos y raíces”.

Se me ocurre que quizá una forma de promover un encuentro restaurativo entre el adulto que cronológicamente somos y ese niño que llevamos dentro, una forma de no dejarlo “inmóvil al borde del camino”, sea darse cuenta de que pese a que aquellos cuentos que nos contaban no son exactamente como habíamos soñado, y que el castillo puede que no sea tal castillo, no es tan importante eso de “y fueron felices para siempre”, sino que basta con conseguir ser felices en el momento. Así que ahora que la conciencia plena está tan de moda, yo propongo que sean los niños los maestros del arte de conectarse y disfrutar plenamente del momento. Porque si de algo saben los niños es de disfrutar de verdad (en vez de hacer listas de la compra mentales a cada rato).

Así que, ¿sabes que te digo? Que yo creo que a los niños hay que decirles la verdad, y lo cierto es que lo que mola es ser pequeño. Ningún niño debería tener prisa por crecer, ni ningún adulto fomentar las prisas porque crezcan.

De hecho, yo de mayor quiero volver a ser pequeño… ¿y sabes que te digo? Que “quizás porque mi niñez sigue jugando en la playa”, “si Peter Pan viniera a buscarme una noche azul” (y estuviese dispuesto a perdonarme la estupidez de haber crecido), encendería la luz y sin pensármelo dos veces me lanzaba de cabeza por la ventana y sin mirar atrás.

P.D. Yo si creo en las hadas (y en los niños y niñas) ¿y tú?

Juan A. Lechón
Equipo de Integración Familiar
Fundación Meniños – Vigo

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