“Sé un Árbol” (o “La corregulación y las tormentas”)

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Siempre se consideró una mierda que te tocase hacer el papel de árbol en la función de teatro del cole. Sin embargo, con el tiempo he ido aprendiendo, que hay días en los que hacer de árbol puede ser sin duda la mejor de las opciones.

Ilustración de Felicita Sala en el libro “¡Sé un arbol!” de Maria Gianferrari

Un árbol milenario en medio de un prado verde. 

Un árbol fuerte de tronco grueso y ajado, de raíces firmes y profundas que sujeten la tierra, que ayuden a detener su temblor, que eviten que se desparrame arrastrada por el agua torrencial de las tormentas emocionales.

Hay días, que lo único que puedes hacer es estar. Estar cerca, esforzarte por sentir, aunque sea solo por un momento, lo que el otro está sintiendo, mantener una mirada amable, controlar tu propio miedo, respirar profundamente, sentir bajo tus pies la rotación de la tierra, sostener la energía de la habitación. Ser un árbol.

Hace poco, un coleguita titiritero y contador de historias me descubrió una serie de adiestradores caninos del estilo de “El encantador de perros”, pero sin premios y castigos, ni bozales ni correas que estrangulan, ni autoridad ni obediencia.

A primera vista el adiestrador me pareció poca cosa, un tipo larguirucho y flaco sin un pelo en la cabeza, pero en seguida me di cuenta de que sabía muy bien cómo hacer de árbol. Casi se podía escuchar su corazón latir a ritmo de blues: rítmico, lento, pegadizo. Y claramente, los chuchos podían escuchar esa música interior que emanaba este tipo por los poros. Su pura calma contagiaba a los perros de ese estado haciendo desaparecer el miedo y la rabia, abriendo nuevos canales de comunicación para generar lo que él llamaba “experiencia de relación calmada”, capaces de crear nuevos circuitos neuronales de confianza. Experiencias capaces de demostrar a un perro furioso que también se puede ser un perrito sin más, capaz de disfrutar de la compañía de otros perros y de otros humanos, capaz de “vivir como un animal que no se altera, tumbado al sol lamiéndose…” Experiencias de seguridad que pongan en cuestión ese miedo profundo que late bajo sus respuestas violentas, ante algo que, sin serlo, su sistema de neurocepción dañado identifica como una amenaza. Algo que ese mecanismo de supervivencia básico y primitivo, que ese termostato interno y automático que chequea constantemente el ambiente en busca de señales, clasifica como algo que requiere una respuesta de supervivencia, una respuesta de defensa.

Y es que amiguito mío, somos animalitos todos. En lo más básico, en esos sistemas primitivos de regulación vagal, los humanos no somos tan distintos de un perro u otro mamífero.

Venimos de la misma ameba, los eones de camino compartido hacen que sigamos conservando partes evolutivamente primitivas de nuestro cuerpo y de nuestro cerebro humano. Sistemas primarios adaptativos como las respuestas de lucha, huida y sumisión ante algo que percibimos e identificamos como una amenaza intensa.

Nuestro cerebro funciona jerárquicamente, de forma que esas respuestas instintivas básicas están gobernadas por partes primitivas que, en momentos de estrés, toman el control. Este mecanismo condiciona negativamente procesos más complejos y evolucionados como la capacidad para mentalizar nuestros propios estados o dar sentido a los estados de los otros. Cuando estamos enfadados o enamorados, cuando la emoción intensa es la que gobierna el funcionamiento de nuestro cerebro, tenemos menos capacidad para hacer eso que llamamos pensar. Para desarrollar todo el potencial de nuestro cerebro es imprescindible que nos sintamos tranquilos y seguros.

Cuando durante nuestro desarrollo temprano, durante nuestra crianza, o bien asociado a experiencias traumáticas, este sistema de alerta ha sido sobreactivado y no hemos tenido a otro humano/árbol al lado que nos haya ayudado a modular esa sensación de peligro, a regular nuestras respuestas, a descifrar nuestros estados internos, a interpretar esas señales y demostrarnos que merecemos ser bien tratados… el mundo aparece ante nosotros como un lugar inseguro. Las relaciones con los otros y con nosotros mismos estarán condicionadas por la necesidad de reducir esa sensación de peligro y calmar ese sistema de alerta desregularizado (que o bien no suena nunca o que suena todo el rato).

Y es que si en algo impactan las experiencias traumáticas es en nuestra percepción de seguridad, en nuestra capacidad de confiar en nosotros mismos y en las relaciones con los otros. Pero es precisamente esa confianza, en nosotros y en los árboles que nos rodean, la que nos ayuda en los momentos de crisis, la que nos sirve de mapa prestado para andar por el mundo, la que puede ayudar a regular ese sistema de alarma.

Hablo mucho de gacelas y leones últimamente para explicar algunas partes del funcionamiento del sistema nervioso humano. Siempre cuento que solo hace falta que una gacela vea al león y sienta miedo para que toda la manada salga pitando. Basta con que una perciba el miedo de la otra para activar la respuesta de huida. Los humanos que somos así de sesudos hemos investigado y hemos dado en llamar a este fenómeno “corregulación“. Implica que, a un nivel no consciente, reaccionamos a las respuestas de los otros. Nos ponemos en alerta cuando vemos a alguien asustado, sentimos alegría cuando vemos a alguien riendo, estrés cuando escuchamos el llanto de un bebé, pero también calma y paz cuando tenemos a alguien delante que sabe bien cómo hacer de árbol. Nos contagiamos, nos regulamos con el estado del otro, nos sintonizamos con su música interior. Es una conexión básica de nuestros sistemas nerviosos que se “reflejan” los unos a los otros.

Y es que hay días, que lo mejor que puedes hacer en esto de acompañar humanos que sufren es ser árbol. El mejor árbol del mundo, mantener una mirada amable y sostener con tus raíces a la otra persona, “curar con piel el frío” y esperar juntos a que amaine la tormenta para tratar de recuperar juntos la geometría. Pero saber respirar lento y profundo como un oso cavernario hibernando, saber ronronear bajito como un gato dormido en medio de una gran tormenta es todo un arte. Porque esto de hacer de árbol no consiste en “parecer” tranquilo, la corregulación es un proceso complejo que no debe simplificarse en “mantener la calma”. Como poetiza Beth Tyson, “la magia ocurre cuando un sistema nervioso es capaz de agarrar de las manos a otro sistema nervioso” y susurrarle a los ojos “hagámoslo juntos, no estás solo”.

pexels.com

Así que, si te ves algún día debajo de una tormenta en medio de una sala de terapia o donde sea, ni se te ocurra pronunciar una palabra. Sé un árbol… Observa las señales de tu cuerpo, respira lento, trata de calmar la batucada de tus latidos y repite mentalmente (te veo, estoy contigo, no voy a dañarte, aquí no hay peligro, esta relación es un lugar seguro) eso es todo lo que tienes que hacer. Sintonizar tu música interior y subir el volumen despacito para intentar inundar la sala y guarecer a la otra persona bajo tus ramas, ser un refugio seguro que sirva como base para una exploración prefrontal posterior que regule y dé sentido.

P.D.1: Si un día vuelves a casa del trabajo (o de la vida) “sucio de tiempo sin para amor” recuerda que para regar y volver a hidratar tus raíces de árbol es muy posible que necesites “un otro” al lado, así que recuerda, “cuida a quien te quiere, cuida a quien te cuida”. Respira y encuentra el camino para volver a tu forma de árbol.

P.D.2: Este texto está dedicado a todos los adultos referentes de los niños PARA los que trabajo, por todas las veces que no supe hacerlo bien. Gracias por enseñarme cada día y hacer crecer mis raíces a base de errores y aciertos.

¡Suerte!

“Cuando hayamos aprendido a escuchar a los árboles, nos sentiremos en casa.” (Herman Hesse)

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